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¿Y dónde está Dios mientras la gente sufre y muere azotada por la peste viral?

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Rev Hosp Clín Univ Chile 2020; 31: 174 - 8
Antonio Bentué
Los representantes de la modernidad científico-técnica, amparada por un sistema neoliberal exitista y de consumo cada vez más exquisito, resistían todos los intentos revolucionarios ajenos a la realidad que ellos identificaban con el progreso humano, muy confiados en que ese tipo de progreso era ya irreversible. Cuando, de repente, unas minúsculas moléculas de proteína, recubiertas con una capa de grasa lípida, provenientes del Extremo Oriente, comenzaron a expandirse vertiginosamente, introduciéndose en las células humanas y mutando hasta destruirlas desde dentro. Y esta verdadera batalla intracelular se convirtió rápidamente en un contagio masivo de esos denominados coronavirus que, viajando subrepticiamente por todo el planeta. Desde su invisibilidad han acabado sembrando la muerte en los organismos humanos, particularmente en los más ancianos, que ya no renuevan sus células como lo hacen los más jóvenes, y de paso amenazan seriamente con poner en bancarrota todo el sistema económico neoliberal tan celosamente custodiado por los líderes mundiales.

Esta situación que hoy nos atormenta me lleva a comprender más vivamente lo acontecido en el antiguo Israel. Aquel pueblo se había entusiasmado con el desarrollo conseguido gracias al poder monárquico instaurado por David. La gente sentía que había logrado elevarse como una torre inconmovible hasta acercarse al nivel de las naciones desarrolladas de su entorno, el de Hiram, rey de Tiro (1R 5) o el de la reina de Saba (1R10). Pero, de repente, el poder huracanado del imperio babilónico irrumpió, también desde el Oriente. Nabucodonosor invadió el territorio, asolando sus ciudades hasta no dejar piedra sobre piedra de lo que había sido el gran Templo de Jerusalén, símbolo sagrado de aquella grandeza monárquica de David y Salomón. Y toda la ilusión puesta en el éxito logrado se vino abajo de un plumazo. En la debacle murieron miles de personas. Y las que lograron sobrevivir tuvieron que resignarse a ir presas al largo y lejano exilio de Babilonia. Sin embargo, en ese desastroso contexto, mentes inspiradas, sirviéndose de textos mesopotámicos previos y como sedimentación de aquella penosa experiencia, plasmaron la sabiduría contenida en el mito de la torre de Babel (Gn 11), prototipo de la lección histórica aprendida tras el derrumbe de las ilusiones puestas en la propia eficiencia.

Sumido en la angustiante decepción del exilio, el pueblo clamaba desesperadamente: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? Clamo de día y no me respondes, de noche y no hallo remedio” (Sal 21,2s). 

“¡Despierta! ¿Cómo es que estás dormido, Yahvé? ¡Despierta! Y no nos dejes del todo. ¿Por qué escondes tu rostro, olvidando nuestra miseria y nuestra opresión? Está nuestra vida postrada en el polvo, está nuestro cuerpo pegado a la tierra. ¡Levántate y ayúdanos! ¡Rescátanos por el honor de tu nombre!” (Sal 44,24-27). Y Dios callaba. 

Es la misma queja, o incluso protesta, que nos atormenta en situaciones como la actual en plena pandemia y cuando los más afectados son precisamente los pobres y desvalidos. ¿Dónde está Dios, el buen Dios judeo-cristiano, cuando de forma descontrolada el mal se impone, haciéndonos tragar nuestra impotencia frente a la catástrofe que arrasa por igual a buenos y malos? Es la misma impotencia que provocaba también la protesta de Job: “Esta es la verdad y por eso lo digo: Que el mal consume al inocente y al culpable por igual. Cuando de repente una plaga los mata, Dios se ríe del tormento de los inocentes; la tierra es entregada a manos de los impíos, mientras Él oculta su rostro” (Jb 9,22-24). Y Camus, con palabras más impías, aunque igualmente comprensibles, al describir las muertes terribles provocadas por la peste en el pueblo de Orán, grita con furia: “Dios no existe; pero si existiera ¡le escupiría en la cara!”. Un Dios que, pudiendo parar ese escandaloso desastre, lo mira desde fuera sin intervenir, no merece respeto, sino rebelión, aunque sea él quien se imponga como Señor. O precisamente por eso. Mejor ser aniquilado y, gritándole ¡No! en la cara, morir con dignidad, que salvar la vida, disimulando hipócritamente ese abuso de poder. Como lo expresaba también Dostoiewski con igual fuerza, aunque más retenida, por boca de Iván Karamazov: “Si el dolor de los niños ha de integrar la suma de dolores necesarios para adquirir la verdad, declaro que esa verdad es una estafa… Por eso me apresuro a devolver mi billete y, si soy honrado, debo correr a devolverlo cuanto antes. Y eso es lo que hago. No es que rechace a Dios, Alioxa; sólo le devuelvo respetuosamente mi billete” (Los hermanos Karamazov). 

Sin duda, para pretender que la opción creyente sea razonable, el problema fundamental es la porfiada evidencia del mal donde más escandaliza, el sufrimiento inicuo y sinsentido de los inocentes. Y ese problema es mayor para los creyentes que para los ateos. Puesto que para éstos resulta ser una dolorosa fatalidad, cuya responsabilidad última radica en la misma naturaleza. Para los creyentes, en cambio, hay un Dios responsable último del mal. 

Tratando de obviar el problema, el dualismo apelaba a un segundo Dios, el malo, al cual poder atribuirle el mal del mundo, siendo el Dios bueno únicamente responsable del bien en el universo. Pero el monoteísmo postula un solo principio divino de todo lo que existe, el cual lo creó todo “de la nada”, ex nihilo, confiesa el Credo precisamente contra el dualismo. No hay, pues, otro principio maligno del cual proceda el mal, sino que un único Dios quien lo creó todo a partir de su propia substancia, sólo buena. Por lo mismo, todo debiera ser bueno. Y, sin embargo, hay mal ¡y mal atroz! ¿Qué pasa, pues, con Dios? ¿O es que Él sólo lo permite? ¿Pero qué significa un permiso por parte de alguien que, pudiendo evitar el mal, lo deja estar? ¿Es menos responsable por “correrse”? No hay, pues, cómo eludirle responsabilidad a Dios. ¿O no será que nosotros nos equivocamos al atribuirle a Dios causalidades mundanas que no le corresponden, puesto que Dios no es mundo y el problema del mal nos obliga precisamente a repensar la relación Dios-mundo? Dios no actúa como un poder en competencia con los procesos naturales de causa-efecto, aunque desde arriba, sobrenaturalmente. El mundo es autónomo en todos sus procesos naturales, buenos o malos. Y de esa autonomía de las creaturas del universo forman parte también los microentes del coronavirus que están regidos por la misma potencia propia de todos los seres mundanos, compitiendo entre ellos y con nosotros, pobres vivientes humanos de este planeta tierra. En cambio, Dios no forma parte de la inmanencia, si acaso es su Trascendencia. 

Pero ¿y por qué los entes funcionan por “com-potencia”, imponiéndose siempre el más fuerte a costa del más débil? La respuesta parece simple. El ser mundano tiende a actuar sus posibilidades, ya que lo actuado nunca agotará las posibilidades que tiene por delante y que lo mueven a seguir actuándolas. Por eso mismo, el mundo implica el “mal”, experimentado como “carencia” de aquello que podría o debería tener y no tengo. Todo lo que es, es bueno. Pero me siento mal, a pesar de lo que tengo, porque me siento “carente” de lo que podría o debería tener y no poseo. 

Ese es el “mal” propio de la existencia en el mundo. El mal es “carencia de ser” (San Agustín). Por eso Buda en su primera noble verdad declara que “existir es sufrir” (¡y hacer sufrir!). Y así, cuanto más una sociedad se funda en la “com-potencia”, más se condena al mal de la selección natural de unos pocos más fuertes a costa de los muchos más débiles. Y al mismo tiempo se condena al mal de “desear” tener lo que otros tienen y yo no tengo. Por eso en sus nobles verdades, Buda concluye: “la raíz del sufrimiento es el deseo” (segunda); por eso, “si quieres dejar de sufrir, deja de desear” (tercera). Al regirse por esa “ley natural” del deseo, nuestra cultura neoliberal científico-técnica y hedonista, usando la inteligencia en función de ella, agudiza el problema en lugar de resolverlo. Como lo han dicho y vivido todos los grandes sabios que en el mundo han sido: Buda con sus cuatro nobles verdades, Lao-tseu con su Tao-te-Ching, Jesús con su evangelio, Francisco de Asís, Teresa de Avila y Carlos de Foucold, tratando de ser fieles a ese mismo evangelio de Jesús… O incluso alguien tan aparentemente ajeno a los anteriores personajes, como Freud con su doble principio erótico (de pulsión hacia la vida) y thanático (de pulsión hacia la muerte). Una pulsión de vida (Eros) que conlleva otra pulsión autodestructiva y héterodestructiva (Thanatos). 

Siendo así las cosas, vuelve con mayor radicalidad la pregunta: ¿Por qué entonces hay mundo? Como lo expresa agudamente Heidegger: Si, en definitiva, todo es por nada, ¿por qué hay entes y no nada? (en ¿Qué es Metafísica?, 1929). 

El mundo con todos sus entes no puede ser sino un universo espacio-temporal, sea éste finito o infinito, donde “todo se mueve” (Panta rei, de Heráclito), pasando “de potencia a acto” (Aristóteles). Por lo mismo, no puede sino constituir un proceso de potencias (=posibilidades) que buscan actuarse, enfrentándose unas con otras en su respectivo trayecto de actuación y chocando entre ellas constantemente al intentar imponerse. Ese proceso mundano es tremendamente dinámico y bello, como lo reconocía Einstein al descubrir la belleza de la materia en las fórmulas matemáticas que expresaban tan minuciosamente su tensión dialéctica (E=MC2). Así se muestra también en todas las películas de animales selváticos y en las grabaciones del mundo microscópico de las bacterias y los virus. Incluso, al observar la fotografía de un coronavirus obtenida por el microscopio, uno no puede dejar de admirar su exótica belleza; sin embargo, todos esos entes, al ser mundanos, conllevan el mal de la competencia, debido a la carencia de lo que podrían ser u obtener y no poseen. Y buscan la forma de lograrlo, actuando sus posibilidades a costa de lo que sea y de quien sea. Esa es la profunda ambigüedad de la existencia, bella y por lo mismo buena; pero, a la vez, fea y mala como lo son las guerras, las pestes y todos los desastres naturales. Somos, pero podemos ser más y, para actuar esa posibilidad, luchamos compitiendo. Nosotros mismos competimos para poder nacer, para lograr mantener un trabajo, para entrar en un colegio o en la universidad, para asegurar una cama de hospital o un aparato respiratorio, o quizá, hoy día, para obtener un simple velorio y funeral. Simplemente competimos para vivir o sobrevivir… Y en esa competencia siempre quedan en el camino unos, la mayoría, que pudieron actuar sus posibilidades menos que otros. 

De ahí lo razonable de la pregunta formulada antes: si Dios es y el mundo implica mal, ¿por qué no existe sólo Él en su acto eterno, inmutable en su perfección, sin el mal inherente a la potencia que constituye a todos los entes mundanos? El genio de San Agustín adujo a ese interrogante esta profunda respuesta: “En el mismo Acto Eterno de decidir crear (=que haya mundo) Dios decide encarnarse y morir en cruz”. Es decir, en lugar de existir sólo Él en su único y “solitario” acto eterno, Dios decide que exista lo que no es Dios, extrovertiéndose en la potencia de los seres creados que implica el mal. 

Ahí radica la sublime revelación ad extra de que Dios, en sí mismo, no es “poder”, sino “alteridad”. Dios no hace nada “por su eterna gloria”. Su “gloria” la muestra en su extroversión en el mundo (Jn 12,28), que no es Él, aunque exista sólo porque Él es y por lo que Él es (alteridad). Hegel lo expresaba como el “Andersein” divino (su divina alteridad). Y ése es el verdadero sentido de la teología trinitaria: Dios no es Yo, es yo-tú. Dios no es poder que se impone. Es relación eterna, salida de sí mismo al interior de sí mismo (Trinidad). Y porque Dios es, en sí mismo, alteridad, porque ése es su único Espíritu, precisamente por eso hay mundo. Dios no es más Dios porque haya mundo. Ya que implica el mal, nosotros diríamos que a Dios no le conviene la creación. ¡Mejor sólo que mal acompañado! Sin embargo, al crear el mundo en su mismo acto eterno, Dios se extrovierte. Simone Weil lo expresaba con una notable metáfora: “Al crear el mundo, Dios se encogió”. Por eso, uno de los textos más antiguos del Cristianismo prepaulino confiesa que en el Jesús histórico crucificado está la revelación culminante de la “alteridad” divina: “Pues siendo él igual a Dios, se vació (ekénosen) a sí mismo de su ser divino, asumiendo la forma de esclavo al nacer como un ser humano de periferia (nazareno), y morir en cruz;… para que todos reconozcan que así es el Señor” (cf. Flp 2,6-11). 

De esta manera se nos revela la verdadera “alteridad” divina. Es la que se reflejaba ya en el siervo sufriente que al ser tan inaudita “se admirarán las gentes y los reyes cerrarán la boca cuando vean lo que jamás habían visto y comprendan lo que jamás habían oído” (Is 52,15). En esa admirable paradoja radica precisamente la verdadera esencia del cristianismo, más allá de todas las traiciones y desvaríos históricos en que ha incurrido. En el concreto crucificado Jesús de Nazaret, Dios se muestra a sí mismo, asumiendo personalmente el mal donde más duele: el sufrimiento del inocente. 

Con el concreto crucificado Jesús de Nazaret, Dios en su acto eterno se identifica con cada víctima sufriente que implicará la historia del mundo: “Fue él ciertamente quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores” (Is 53,4). Y esa realidad del sufrimiento y de la muerte divina no se da, identificándola con la idea del conjunto masivo de la humanidad, sino en cada sufriente. No sufre ni muere la humanidad; sufre y muere Pedro, Juan y Diego en su concreta fugacidad. Los cataclismos naturales, los terribles desastres, incluido el del coronavirus, y las monstruosas barbaridades cometidas por los hombres a lo largo de la historia con sus atroces sadismos y asesinatos genocidas, no pueden evitar que los terribles sufrimientos ahí soportados sean siempre de personas concretas, en su personal y fugaz concreción, aunque parezcan ampliarse, diluyéndose en el anonimato de la multitud masacrada. En definitiva, siempre muere cada uno fugazmente a solas. Y es en ese sufrimiento donde está siempre el concreto crucificado, Jesús de Nazaret, y Dios en él: “Cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Dios asume personalmente el sufrimiento de cada uno de esos todos. 

Pero Jesús es un ser humano real, regido también por el principio de placer que lo lleva a rehuir instintivamente el dolor experimentado en todos los sufrientes humanos. Sólo desde el miedo al dolor, Dios podía asumir personalmente el dolor humano en su radicalidad. Y esa tensión entre el miedo y la solidaridad marcó la tensión vivida por Jesús: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero si es para esto que he venido yo precisamente a esta hora!” (Jn 12,27). 

Tal tensión la muestra Jesús con mayor fuerza en Getsemaní al reclamar: “Abbá, Padre mío, todo te es posible; aleja de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mc 14,36). Así debe cumplirse la decisión eterna en que Dios asume personalmente el mal donde más duele, el sufrimiento inocente. Ese es el verdadero significado de la expresión del evangelio “es necesario (dei) que el Hijo del hombre padezca mucho…” (Mc 8,31). Lucas aporta una descripción aún más impresionante: “Lleno de angustia oraba con mayor insistencia y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra” (Lc 22,44). ¡No es que Dios sea sádico o quiera que Jesús sea masoquista! El sufrimiento asumido por Jesús constituye la verificación concreta de la solidaridad divina que permite comprender por qué hay mundo, aun cuando implique necesariamente el mal. Siendo así, Dios decide eternamente asumir personalmente ese mal en el hombre Jesús de Nazaret con todo el sufrimiento (divino) que conlleva. 

Así, pues, como Dios no se ahorró el sufrimiento en sí mismo al decidir eternamente crear el mundo a pesar del mal que implicaba y encarnarse en él, tampoco nos salva del sufrimiento y de la muerte, sino en el sufrimiento y en la muerte. Y esa misma presencia del Dios solidario garantiza la esperanza contra todas las expectativas frustradas en el sufrimiento y la muerte de cada cual. Como lo expresan las palabras de Jesús al ladrón crucificado con él: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43) ¡por lo mismo que Yo estoy contigo en la cruz! Y lo escribía también el teólogo luterano, Dietrich Bonhoeffer, en una carta enviada desde la cárcel antes de ser asesinado por orden de Hitler: “Sólo un Dios sufriente puede ayudarnos”. Esa misma esperanza la musitó el crucificado Jesús antes de morir: “Padre, en tus manos encomiendo mi vida. Y diciendo esto expiró” (Lc 23,46). 

De esta manera, en el hoy de cada moribundo Dios hace coincidir esa muerte con el acceso a la vida eterna: “Si sufrimos con él, (o mejor aún, si Él sufre con nosotros), es para ser también glorificados con él. Pues tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rm 8,17-18). Ese imponente llamado le permite, a cada ser humano descubrir también, como criterio de la libertad propia, el valor supremo de la solidaridad con todas y cada una de las víctimas de la historia (Mt 25,40), abriéndose así a la esperanza gozosa: “Librada su alma de los tormentos verá, y lo que verá colmará sus deseos” (Is 53,11).

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